Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abue-
los maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa
de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y
los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la
vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocina exótica, su
torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagota-
ble de abejas humanas yendo y viniendo de prisa. Nací de madrugada,
pero en Chinatown los relojes no obedecen reglas y a esa hora empieza
el mercado, el tráfico de carretones y los ladridos tristes de los perros
en sus jaulas esperando el cuchillo del cocinero. He venido a saber los
detalles de mi nacimiento bastante tarde en la vida, pero peor sería no
haberlos descubierto nunca; podrían haberse extraviado para siempre
en los vericuetos del olvido. Hay tantos secretos en mi familia, que tal
vez no me alcance el tiempo para despejarlos todos: la verdad es fugaz,
lavada por torrentes de lluvia. Mis abuelos maternos me recibieron
conmovidos –a pesar de que según varios testigos fui un bebé horroro-
so- y me pusieron sobre el pecho de mi madre, donde permanecí acu-
rrucada por unos minutos, los únicos que alcancé a estar con ella. Des-
pués mi tío Lucky me echó su aliento en la cara para traspasarme su
buena suerte. La intención fue generosa y el método infalible, pues al
menos durante estos primeros treinta años de mi existencia, me ha ido
bien. Pero, cuidado, no debo adelantarme. Esta historia es larga y co-
mienza mucho antes de mi nacimiento; se requiere paciencia para con-
tarla y mas paciencia aún para escucharla. Si por el camino se pierde el
hilo, no hay que desesperar, porque con toda seguridad se recupera
unas páginas más adelante. Como en alguna fecha debemos comenzar,
hagámoslo en 1862 y digamos, al azar, que la historia empieza con un
mueble de proporciones inverosímiles.
La cama de Paulina del Valle fue encargada a Florencia, un año después
de la coronación de Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia
aún vibraba el eco de las balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en
un transatlántico genovés, desembarcó en Nueva York en medio de una
huelga sangrienta y fue trasladada a uno de los vapores de la compañía
naviera de mis abuelos paternos, los Rodríguez de Santa Cruz, chilenos
residentes en los Estados Unidos. Al capitán John Sommers le tocó reci-
bir los cajones marcados en italiano con una sola palabra: náyades. Ese
robusto marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un
baúl de cuero muy gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de
curiosos manuscritos, era mi bisabuelo, como averigüé hace poco,
cuando mi pasado comenzó por fin a aclararse, después de muchos
años de misterio. No conocí al capitán John Sommers, padre de Eliza
Sommers, mi abuela materna, pero de él heredé cierta vocación de va-
gabunda. Sobre ese hombre de mar, puro horizonte y sal, cayó la tarea
de conducir la cama florentina en la cala de su buque hasta el otro lado
del continente americano. Debió sortear el bloqueo yanqui y los ataques
de los confederados, alcanzar los límites australes del Atlántico, cruzar
las aguas traicioneras del estrecho de Magallanes, entrar al océano
Pacífico y después de detenerse brevemente en varios puertos
sudamericanos, dirigir la proa hacia el norte de California, la antigua
tierra del oro. Tenía órdenes precisas de abrir las cajas en el muelle de
San Francisco, supervisar al carpintero de a bordo mientras éste
ensamblaba las partes como un rompecabezas, cuidando de no mellar
los tallados, colocar encima el colchón y el cobertor de brocado color
rubí, montar el armatoste en una carreta y mandarlo a paso lento al
centro de la ciudad. El cochero debía dar dos vueltas a la Plaza de la
Unión y otras dos tocando una campanilla frente al balcón de la
concubina de mi abuelo, antes de dejarlo en su destino final, la casa de
Paulina del Valle. debía realizar esta hazaña en plena Guerra Civil,
cuando los ejércitos yanquis y los confederados se masacraban en el
sur del país y nadie estaba en ánimo de bromas ni de campanillas. John
Sommers impartió las instrucciones maldiciendo, porque en los meses
de navegación esa cama llegó a simbolizar lo que más detestaba de su
trabajo: los caprichos de su patrona, Paulina del Valle. Al ver la cama
sobre la carreta dio un suspiro y decidió que sería lo último que haría
por ella; llevaba doce años a sus órdenes y había alcanzado el limite de
su paciencia. El mueble aún existe intacto, es un pesado dinosaurio de
madera policromada; a la cabecera preside el dios Neptuno rodeado de
olas espumantes y criaturas submarinas en bajo relieve, mientras a los
pies juegan delfines y sirenas. En pocas horas media ciudad de San
Francisco pudo apreciar aquel lecho olímpico; pero la querida de mi
abuelo, a quien el espectáculo estaba dedicado, se escondió mientras la
carreta pasaba y volvía a pasar con su campanilleo.
–El triunfo no me duró mucho –me confesó Paulina muchos años más
tarde, cuando yo insistía en fotografiar la cama y conocer los detalles–.
La broma se me dio vuelta. Creí que se burlarían de Feliciano, pero se
burlaron de mi. Juzgué mal a la gente. ¿Quién iba a imaginar tanta mo-
jigatería? En esos tiempos San Francisco era un avispero de políticos
corruptos, bandidos y mujeres de mala vida.
–No les gustó el desafió –sugerí.
–No. Se espera que las mujeres cuidemos la reputación del marido, por
vil que sea.
–Su marido no era vil –la rebatí.
–No, pero hacía tonterías. En todo caso, no me arrepiento de la famosa
cama, he dormido en ella durante cuarenta años.
–¿Qué hizo su marido al verse descubierto?
–Dijo que mientras el país se desangraba en la Guerra Civil, yo com-
praba muebles de Calígula. Y negó todo, por supuesto. Nadie con dos
dedos de frente admite una infidelidad, aunque lo pillen entre las sába-
nas.
–¿Lo dice por experiencia propia?
–¡Ojalá fuera así, Aurora! –replicó Paulina del Valle sin vacilar.
En la primera fotografía que le tomé, cuando yo tenía trece años, Pauli-
na aparece en su cama mitológica, apoyada en almohadas de satén
bordado, con una camisa de encaje y medio kilo de joyas encima. Así la
vi muchas veces y así hubiera querido velarla cuando se murió, pero
ella deseaba irse a la tumba con el hábito triste de las carmelitas y que
se ofrecieran misas cantadas durante varios años por el reposo de su
alma. «Ya he escandalizado mucho, es hora de agachar el moño», fue
su explicación cuando se sumió en la invernal melancolía de los últimos
tiempos. Al verse cerca del fin se atemorizó. Hizo desterrar la cama al
sótano y colocar en su lugar una tarima de madera con un colchón de
crin de caballo, para morir sin lujos, después de tanto derroche, a ver si
san Pedro hacía borrón y cuenta nueva en el libro de los pecados, como
dijo. El susto, sin embargo, no le alcanzó para desprenderse de otros
bienes materiales y hasta el último suspiro tuvo entre las manos las
riendas de su imperio financiero, para entonces muy reducido. De la
bravura de su juventud, poco quedaba al final, hasta la ironía se le fue
acabando, pero mi abuela creó su propia leyenda y ningún colchón de
crin ni hábito de carmelita podría perturbarla. La cama florentina, que
se dio el gusto de pasear por las calles más principales para hostigar a
su marido, fue uno de sus momentos gloriosos. En esa época la familia
vivía en San Francisco bajo un apellido cambiado –Cross– porque nin-
gún norteamericano podía pronunciar el sonoro Rodríguez de Santa
Cruz y del Valle, lo cual es una lástima, porque el auténtico tiene reso-
nancias antiguas de Inquisición. Acababan de trasladarse al barrio de
Nob Hill, donde se construyeron una disparatada mansión, una de las
mas opulentas de la ciudad, que resultó un delirio de varios arquitectos
rivales contratados y despedidos cada dos por tres. La familia no hizo
su fortuna en la fiebre del oro de 1849, como pretendía Feliciano, sino
gracias al magnífico instinto empresarial de su mujer, a quien se le ocu-
rrió transportar productos frescos desde Chile hasta California sentados
en un lecho de hielo antártico. En aquella tumultuosa época un durazno
valía una onza de oro y ella supo aprovechar esas circunstancias. La ini-
ciativa prosperó y llegaron a tener una flotilla de barcos navegando en-
tre Valparaíso y San Francisco, que el primer año regresaban vacíos,
pero luego lo hacían cargados de harina californiana; así arruinaron a
varios agricultores chilenos, incluso al padre de Paulina, el temible
Agustín del Valle, a quien se le agusanó el trigo en las bodegas porque
no pudo competir con la blanquísima harina de los yanquis. De la rabia,
también se le agusanó el hígado. Al término de la fiebre del oro miles y
miles de aventureros regresaron a sus lugares de origen más pobres de
lo que salieron, después de perder la salud y el alma en persecución de
un sueño; pero Paulina y Feliciano hicieron fortuna. Se colocaron en la
cumbre de la sociedad de San Francisco, a pesar del obstáculo casi in-
salvable de su acento hispano. «En California son todos nuevos ricos y
mal nacidos, en cambio nuestro árbol genealógico se remonta a las
Cruzadas», mascullaba Paulina entonces, antes de darse por vencida y
regresar a Chile. Sin embargo, no fueron títulos de nobleza ni cuentas
en los bancos lo único que les abrió las puertas, sino la simpatía de Feli-
ciano, quien hizo amigos entre los hombres más poderosos de la ciu-
dad. Resultaba, en cambio, bastante difícil tragar a su mujer, ostento-
sa, mal hablada, irreverente y atropelladora. Hay que decirlo: Paulina
inspiraba al principio la mezcla de fascinación y pavor que se siente an-
te una iguana; sólo al conocerla mejor se descubría su vena sentimen-
tal. En 1862 lanzó a su marido en la empresa comercial ligada al ferro-
carril transcontinental que los hizo definitivamente ricos.
No me explico de dónde sacó esa señora su olfato para los negocios.
Provenía de una familia de hacendados chilenos estrechos de criterio y
pobres de espíritu; fue criada entre las paredes de la casa paterna en
Valparaíso, rezando el rosario y bordando, porque su padre creía que la
ignorancia garantiza la sumisión de las mujeres y de los pobres. Esca-
samente dominaba los rudimentos de la escritura y la aritmética, no le-
yó un libro en su vida y sumaba con los dedos –nunca restaba– pero
todo lo que tocaban sus manos se convertía en fortuna. De no haber si-
do por sus hijos y parientes botaratas, habría muerto con el esplendor
de una emperatriz. En esos años se construía el ferrocarril para unir el
este y el oeste de los Estados Unidos. Mientras todo el mundo invertía
en acciones de las dos compañías y apostaba a cuál colocaba los rieles
más rápido, ella, indiferente a esa carrera frívola, tendió un mapa sobre
la mesa del comedor y estudió con paciencia de topógrafo el futuro re-
corrido del tren y los lugares donde había agua en abundancia. Mucho
antes de que los humildes peones chinos pusieran el último clavo
uniendo las vías del tren en Promotory, Utah, y que la primera locomo-
5tora cruzara el continente con su estrépito de hierros, su humareda vol-
cánica y su bramido de naufragio, convenció a su marido de que com-
prara tierras en los sitios marcados en su mapa con cruces de tinta ro-
ja.
–Allí fundarán los pueblos, porque hay agua, y en cada uno nosotros
tendremos un almacén –explicó.
–Es mucha plata –exclamó Feliciano espantado.
–Consíguela prestada, para eso son los bancos. ¿Por qué vamos a
arriesgar el dinero propio si podemos disponer del ajeno? –replicó Pau-
lina, como siempre alegaba en estos casos.
En eso estaban, negociando con los bancos y comprando terrenos a
través de medio país, cuando estalló el asunto de la concubina. Se tra-
taba de una actriz llamada Amanda Lowell, una escocesa comestible, de
carnes lechosas, ojos de espinaca y sabor de durazno, según asegura-
ban quienes la habían probado. Cantaba y bailaba mal, pero con brío,
actuaba en comedías de poca monta y animaba fiestas de magnates.
Poseía una culebra de origen panameño, larga, gorda y mansa, pero de
espeluznante aspecto, que se enrollaba en su cuerpo durante sus dan-
zas exóticas y que nunca dio muestras de mal carácter hasta una noche
desventurada en que ella se presentó con una diadema de plumas en el
peinado y el animal, confundiendo el tocado con un loro distraído, estu-
vo a punto de estrangular a su ama en el empeño de tragárselo.
La bella Lowell estaba lejos de ser una más de las miles de «palomas
mancilladas» de la vida galante de California; era una cortesana altiva
cuyos favores no se conseguían sólo con dinero sino también con bue-
nos modales y encanto. Mediante la generosidad de sus protectores vi-
vía bien y le sobraban medios para ayudar a una caterva de artistas sin
talento; estaba condenada a morir pobre, porque gastaba como un país
y regalaba el sobrante. En la flor de su juventud perturbaba el tráfico
en la calle con la gracia de su porte y su roja cabellera de león, pero su
gusto por el escándalo había malogrado su suerte: en un arrebato podía
desbaratar un buen nombre y una familia. A Feliciano el riesgo le pare-
ció un incentivo más; tenía alma de corsario y la idea de jugar con fue-
go lo sedujo tanto como las soberbias nalgas de la Lowell. La instaló en
un apartamento en pleno centro, pero jamás se presentaba en público
con ella, porque conocía de sobra el carácter de su esposa, quien en un
ataque de celos había tijereteado piernas y mangas de todos sus trajes
y se los había tirado en la puerta de su oficina. Para un hombre tan ele-
gante como él, que encargaba su ropa al sastre del príncipe Alberto en
Londres, aquello fue un golpe mortal. […]
Fragmento de Retrato en sepia de Isabel Allende