¿Quién no se quedó solo alguna vez en su casa durante la noche y sintió miedo? No es fácil lidiar con el miedo. Es que cuando uno está realmente asustado, cualquier ruido, cualquier movimiento o hasta una sombra pueden llegar a provocarnos un gran sobresalto. Por eso muchas leyendas urbanas tienen como protagonistas a personas que, a solas en sus hogares, debieron atravesar momentos difíciles y de mucha tensión. Y en algunos casos, vivir experiencias no aptas para cardíacos. Tal es el caso de la siguiente leyenda urbana, gestada en EE.UU. hacia la década de los ’80. Sin lugar a dudas, una de las más conocidas en el mundo entero.
Cuentan que por aquellos años, en los suburbios de una ciudad norteamericana, había una casa grande y silenciosa, en la que vivía una niña que solía pasar muchas noches a solas, debido a la ajetreada vida social de sus padres. Conscientes de que a su hija la ponía muy inquieta pasar en soledad, los padres decidieron comprarle un cachorro para que le hiciera compañía. La niña se enamoró de él a primera vista y desde entonces, como sabía que el perrito estaba allí, podía conciliar el sueño. La niña y su mascota se hicieron buenos compañeros enseguida, y hasta llegaron a entablar una especie de código para comunicarse entre sí. Cuando la pequeña se iba a dormir, siempre dejaba al perro acostado en el piso, junto a la cabecera de su cama. Y cada vez que se ponía nerviosa por la oscuridad, el silencio o la soledad, tenía la costumbre de bajar la mano hasta donde estaba echado su perro y dejar que este se la lamiera. Apenas el perro le lamía la mano, la niña se calmaba. Tenía la plena seguridad de que su mejor amigo estaba cuidándola, así que el miedo desaparecía y podía dormirse sin ningún tipo de problemas.
Pero en una de esas noches que tuvo que quedarse sola, la niña se sintió más inquieta que nunca. Por alguna extraña razón, se hallaba extremadamente asustada, le parecía que había algo raro rondando en alguna parte de su casa y tenía un mal presentimiento. Para colmo, sabía que sus padres esa vez iban a regresar muy tarde. Por eso ese día decidió ir a acostarse mucho más temprano que de costumbre, ya que al menos en su cama, en su cuarto y en compañía de su mascota se sentía un poco más protegida. Tratando de distraerse, antes de dormir se puso a jugar con su perrito hasta que a ambos les entró sueño. Cuando el cachorro por fin se durmió, la niña lo acostó con mucho cuidado al lado de su cama para que descansara, como lo hacía todas las noches. Luego tomó sus juguetes, se tapó con la frazada, apagó la luz y recostó la cabeza en la almohada. Cada tanto estiraba su mano y acariciaba al perro, para asegurarse de que todo estuviera bien. Entonces pronto aquella niña, a pesar del nerviosismo que sentía, se quedó profundamente dormida.
A mitad de la noche, sin embargo, se despertó al escuchar unos sonidos misteriosos que provenían desde algún lugar de la casa. Parecían pasos, como si hubiese alguien deambulando. Esto le provocó un gran sobrecogimiento, así que muy asustada, tomó la frazada y se tapó todo el cuerpo, menos los ojos, que miraban de un lado a otro en la oscuridad de la habitación tratando de advertir qué era lo que estaba sucediendo. No veía nada, aunque sí seguía escuchando todo tipo de ruidos y adivinaba movimientos más allá de la puerta de su cuarto. Se sentía aterrada y sólo atinaba a permanecer lo más quieta que podía, sin animarse siquiera a prender la luz o a sacar la mano de la cama para acariciar a su perro.
De repente, le pareció incluso sentir ruidos de pasos en el interior de la habitación. Era imposible estar segura, ya que el cuarto estaba oscuro, pero los sonidos eran más cercanos que antes, prácticamente alrededor de su cama. De golpe empezó también a oírse una especie de crujido, como si alguien estuviera rasgando o rompiendo algo no muy lejos de donde ella estaba. La niña, muerta del susto, sollozaba bajito de los nervios, pero al rato aquellos ruidos misteriosos cesaron y todo permaneció otra vez sumido en el más absoluto silencio.
Cuando creyó que ya todo había pasado, la niña respiró aliviada. Pero para sentirse más tranquila todavía, hizo lo que solía hacer cada vez que quería asegurarse de que estaba en buena compañía: estiró su mano en la oscuridad para que su cachorro se la lamiera. Y casi enseguida sintió esa humedad tan característica de la lengua de su perro recorriéndole la yema de los dedos, una sensación que ella conocía muy bien. Entonces el alma le volvió al cuerpo; afortunadamente, pensaba la niña, el perro seguía allí y él no iba a dejar que le pasara nada malo. Así que se volvió a dormir. La noche transcurrió sin problemas. No obstante, cuando a la mañana siguiente la niña se despertó y se dirigió al baño, se llevó una sorpresa muy desagradable. Apenas abrió la puerta, vio que sobre el espejo alguien había escrito una frase. Estaba redactada con caracteres macabros y con un color rojo parecido al de la sangre. Esta leyenda, que prácticamente cubría toda la superficie del espejo, decía así:
No sólo los perros lamen
Al ver esto, la pequeña dio un terrible alarido de espanto y salió corriendo del baño en dirección a su cuarto. Pero ni bien cruzó el umbral de la puerta de la habitación y encendió la luz, se encontró con una escena todavía más espantosa que la anterior. Con un nudo en la garganta, con un gesto de terror que le desfiguraba la cara, se dio cuenta de que su pequeño cachorro estaba muerto. Su cuerpo estaba tendido a un costado de la cama, con el cuello roto y en medio de un impresionante charco de sangre.
La leyenda cuenta que después de lo que vivió esa noche, la niña nunca más volvió a decir una sola palabra. Parece que quedó traumada por la experiencia y que hasta el día de hoy permanece internada bajo tratamiento médico en un hospital psiquiátrico. Esta historia es una de las más populares en el mundo entero, ya que habla de algunos de nuestros miedos más arraigados: el miedo al silencio, a la soledad y a la oscuridad. El pánico de sabernos sumidos bajo la compañía de las voces anónimas.
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