Los payasos son artistas del mundo de la alegría que buscan animar al público y robarle muchas sonrisas. A través de sus rutinas humorísticas, vestuarios coloridos y caras completamente maquilladas, estos simpáticos personajes intentan generar carcajadas en la audiencia e impregnar a la atmósfera que los rodea de un aire mágico y divertido. Por todo esto es muy extraño pensar que los payasos, además de hacer reír a la gente, también puedan generar miedo. Un miedo que es capaz de instalarse en la psiquis de las personas de la manera más macabra. El miedo irracional hacia los payasos tiene un nombre: coulrofobia. Una leyenda urbana, que en la actualidad cobró notoria popularidad a través de las redes sociales, refleja claramente este terror.
Todo ocurrió no hace mucho tiempo atrás en Estados Unidos. Un matrimonio y sus dos hijos pequeños vivían en una casa amplia y confortable. El padre y la madre trabajan muchísimo, y eso sumado a la difícil tarea de ser padres, los tenía extenuados. Así que una noche decidieron relajarse un poco y salir a cenar a un conocido restaurante de la ciudad. Resolvieron llamar a una niñera para que cuidara a los pequeños durante su salida porque ningún familiar podía hacerlo. La joven niñera llegó a la hora acordada y los padres, luego de saludarla y darle las indicaciones correspondientes, salieron de la residencia rumbo al restaurante. Lo primero que hizo ella fue ir a ver a los niños a su habitación y, para su sorpresa, los dos estaban plácidamente dormidos. Esto la tranquilizó bastante, pues cuidar niños no es una tarea sencilla y así se le facilitaban las cosas. Lo único que le quedaba por hacer era sentarse a ver televisión y, de vez en cuando, levantarse para verificar que estuvieran bien.
La joven permaneció un largo rato frente al televisor viendo una película, hasta que en determinado momento recordó a los niños y fue a verlos, una vez más. La habitación estaba en penumbras y no quiso prender la luz para no despertarlos. Pero esta vez, a diferencia de la anterior, vio algo en aquel cuarto infantil que la perturbó por completo. Allí, en uno de los rincones, oculto bajo las penumbras, amenazante, se encontraba el muñeco enorme de un payaso, sentado sobre una vieja silla mecedora de madera. Lo veía con dificultad debido a la escasa luz de la sala, y porque estaba camuflado entre juguetes y osos de peluche. Igualmente, lo poco que vio le alcanzó para que se le helase la sangre y se le acelerara el pulso.
El pelo rojizo del payaso que resaltaba en la oscuridad por el destello de un rayo de luna que se colaba por la ventana, sus enormes zapatos a cuadros negros y blancos, y su nariz pintada de un rojo intenso como el pelo, la incomodaron muchísimo, tanto, que no pudo aguantar ni un segundo más en el dormitorio de los niños y se fue.
Así, muerta de miedo, volvió al living comedor y se sentó una vez más en el sillón de la sala a ver televisión. Pero ahora la muchacha no prestaba atención a la película, pues había quedado terriblemente preocupada con aquella imagen macabra del payaso en la mecedora. Intentó tranquilizarse y pensar que todo era una locura, un truco de su propia mente, pero la situación no mejoraba en absoluto y, por el contrario, con los minutos se iba tornando mucho peor. Decidió, entonces, tomar cartas en el asunto y llamar a los padres para hacerles una singular y llamativa petición.
La niñera llamó al teléfono que le había dejado el padre para casos de emergencia o para alguna consulta. El teléfono sonó varias veces y luego de un rato el hombre atendió:
—Hola —dijo la niñera con un dejo de preocupación en su voz, y luego prosiguió en voz baja, casi susurrando—, lo llamo para decirle que los niños están bien y que duermen plácidamente, pero quería pedirle si puedo cubrir con una sábana el muñeco de payaso que se encuentra en la mecedora de la habitación de los niños. Es que realmente me asusta mucho.
Para sorpresa de la niñera, del otro lado de la línea hubo unos segundos tensos de silencio que la pusieron mucho más nerviosa. Hasta que la pausa se cortó abruptamente a través de una siniestra revelación que el padre le hizo, con total nerviosismo en su voz, y que congeló cada uno de los huesos de la niñera, dejándola al borde del infarto:
—¡Nosotros no tenemos ningún muñeco de payaso!
En ese momento se cortó la comunicación. El padre volvió a llamar a la niñera y, luego de unos minutos interminables, atendió el llamado. Sin embargo, no era la voz de ella. Otra espeluznante y siniestra voz le susurró al padre:
—¿Puedo cubrir a su niñera con una sábana? Es que me asusta mucho.
Luego, se escuchó una inmensa carcajada y, acto seguido, el teléfono se cortó. El padre volvió a llamar pero esta vez nadie atendió. Probó de nuevo y sucedió lo mismo. Sumamente preocupados ante semejante situación, los padres decidieron volver de inmediato a la casa. La sorpresa que se llevaron al entrar a su hogar fue totalmente desagradable, tan desagradable que marcó sus vidas para siempre.
En aquella casa lo único que vieron fue sangre: en las paredes, en los pisos, en las escaleras, en todos lados. Lo peor fue cuando encontraron los cuerpos sin vida de los pequeños y de la niñera. Cuentan que el grito que dio la madre al ver esto retumbó en todo el vecindario. Poco después llegó la policía. Lo más curioso de todo es que por más que buscaron en cada rincón del vecindario y en la ciudad entera, nunca encontraron rastros de ningún payaso.
Según cuenta la leyenda, luego de ocurrida esta masacre, el matrimonio abandonó de una vez y para siempre aquella casa. Ninguno de los dos pudo superar el terrible trauma padecido. Lo más aterrador del caso es que el culpable de aquellos crímenes tan espantosos nunca fue encontrado. Muchos creen que lo que la niñera dijo en aquella última llamada telefónica era cierto y que realmente los asesinó un payaso siniestro que irrumpió en aquel hogar para matar de la manera más despiadada. Un payaso macabro, que ríe a carcajadas, ante el sufrimiento de las Voces Anónimas.