Buenos Aires es una ciudad grande y misteriosa por excelencia, que al igual que las más importantes metrópolis del mundo cuenta con una cantidad de mitos y leyendas urbanas repetidas por las voces anónimas que mantienen viva su identidad ciudadana. Uno de los más escalofriantes que allí se conocen, tiene como escenario el mítico cementerio de la Chacarita.
El cementerio de la Chacarita, ubicado en el barrio bonaerense del mismo nombre, fue inaugurado el 14 de abril de 1871. Su superficie total es de unas noventa y cinco hectáreas, que la convierten en uno de los cementerios más grandes del mundo. Conocerlo es una experiencia impactante. Se trata, literalmente, de una ciudad de muertos, ya que su misma arquitectura, hecha de cientos de calles y hasta con una línea de ómnibus propia, se parece mucho a una ciudad y toda la vida del barrio gira a su alrededor.
Varios años atrás, un periódico del barrio Chacarita dio a luz el extraño caso que hacia 1978 cobró la vida de una vecina de la zona llamada doña Felipa Hosperatto. Se trataba de una mujer de cuarenta años de edad, a quien encontraron muerta de un paro cardiorrespiratorio en el interior del cementerio, recostada contra la tumba de su madre. El cuerpo fue descubierto por los propios funcionarios del cementerio con los primeros rayos del sol, pocos minutos después de que las puertas se abrieran para recibir a los visitantes.
Cuentan que la tarde anterior a su muerte, doña Felipa había ido al cementerio a visitar la tumba de su madre, cosa que hacía con mucha frecuencia. Como siempre, cambió las flores porque las anteriores estaban marchitas, apoyó una de sus manos sobre la lápida a modo de saludo y luego comenzó a hablar suavemente junto al lecho de la difunta, como si todavía estuviera con vida y pudiera escucharla. Permaneció allí casi hasta la caída del sol, momento en el que se despidió y salió a caminar por el cementerio. Avanzaba con melancolía entre las tumbas, sintiendo en sus venas el clima frío del cementerio y pensando en lo que piensa cualquiera cuando va a un camposanto: recuerdos, imágenes o palabras del ser querido que se había ido. Felipa lagrimeaba a su paso, porque a pesar del transcurso de los años todavía le dolía en el alma la pérdida de su madre. Al salir del cementerio, la mujer ya no tenía más ganas de seguir caminando. La parada de ómnibus estaba apenas a unas pocas cuadras de allí, pero aun así decidió tomarse un taxi. Vio entonces uno que se encontraba estacionado, al lado mismo de la puerta, y sin pensarlo dos veces se subió a él. Luego de acomodarse en el asiento trasero, le indicó al taxista de un modo mecánico la dirección de su casa. No se tomó siquiera el trabajo de fijarse en el aspecto del conductor, ni en el número del taxi, ni en ninguna otra señal. La mujer sólo quería llegar de una vez a su hogar, tal vez con la esperanza de que al alejarse de ese sitio la angustia se le iría pasando poco a poco. Así que despreocupadamente recostó la cabeza en el asiento, cerró los ojos y trató de dormitar un rato.
Habían avanzado ya algunas cuadras cuando Felipa comenzó a sentir que entraba una corriente de aire frío. Era una ventolera gélida, que la sacó de sus pensamientos. Sin abrir los ojos, Felipa le pidió al conductor del taxi que fuera tan amable de subir los vidrios, pero el taxista no le contestó una sola palabra. Entonces Felipa abrió los ojos para volver a repetir su pedido cuando, con gran sorpresa, vio que los vidrios estaban subidos. Dicen que fue ahí la primera vez que intentó mirar al taxista. Al principio, intentó mirarlo a través del espejo, pero no pudo hacerlo ya que éste estaba torcido y en él apenas se podía ver la mano del conductor. Pero lo que sí pudo observar con toda claridad, fue el extraño reflejo de su propio rostro. En efecto, su rostro había adquirido una apariencia bizarra. Se veía extremadamente delgado, con los pómulos hundidos más allá de la línea de los huesos, y estaba dominado por una coloración amarillenta, como si se tratara de un cadáver. Felipa, atónita del espanto, hipnotizada por la visión, se llevó la mano a la boca y entonces vio que, en el espejo, aquella mujer repetía el mismo movimiento. Eso fue la confirmación de sus más atroces temores: aquella mujer que se veía en el espejo, parecida a un fantasma de ultratumba, era en realidad ella misma, que de un momento a otro, y sin darse cuenta, había pasado del mundo de los vivos al mundo de los muertos. Felipa dio entonces un terrible alarido de terror. Intentó abrir la puerta del taxi para arrojarse de él en plena marcha, tratando de escapar. Y cuál no sería entonces su sorpresa al darse cuenta de que el taxi seguía exactamente en el mismo lugar en el que ella lo había tomado, parado junto a la puerta del cementerio de la Chacarita, como si nunca se hubiera alejado de allí.
El taxista, entonces, se dio media vuelta, la miró directamente a los ojos y le dijo:
-Bueno, señora, hemos llegado a destino.
La mujer, sumida en una especie de trance, descendió como un sonámbulo del taxi y comenzó a sentir una serie de voces que agitaban su mente. Eran las voces de los muertos que descansan en el Cementerio, que la llamaban, dándole así la bienvenida. Felipa comenzó a dirigirse hacia la que sería su última morada. Se sentía muy serena, extraordinariamente tranquila. A la mañana siguiente, como explicaba la noticia en el periódico, el cuerpo de la mujer fue encontrado muerto sobre la tumba de su madre.
Pero la historia de Felipa no es la única conocida por los vecinos del barrio. Por el contrario, en la tradición oral de Buenos Aires se dice que hubo algunas personas que, aunque se subieron al último taxi, de todos modos pudieron escapar. Entre los más famosos casos de este tipo, está el de un señor de apellido Sandoval. Su historia tiene un principio bastante parecido a la anterior: Sandoval salió un día del cementerio de la Chacarita profundamente conmovido luego de visitar la tumba de su padre, y como no tenía ganas de caminar decidió tomarse un taxi. Se subió entonces a uno que se encontraba en la puerta del cementerio, indicándole al conductor la dirección de su casa, sin reparar en su rostro. El coche arrancó, y a los pocos minutos Sandoval, que iba como perdido en sus recuerdos, se dio cuenta de que estaba siendo conducido por un camino diferente al que él había señalado. El hombre quiso llamar la atención del conductor, pero éste no le respondió. Cuando iba a repetir la pregunta, Sandoval comenzó a sentir un intenso frío, como si de pronto hubiera ingresado por la ventanilla –que se encontraba cerrada- una ráfaga de hielo. Y poco después, sintió una fuerte y potente voz que lo llamaba por su nombre, y que llegaba desde la calle, bastante cerca de la puerta del taxi. Giró su cabeza, y asomándose a la ventanilla, fue testigo de un hecho extraordinario: a unos pocos metros detrás del taxi, venía su propio padre, fallecido hacía tiempo, hablándole a los gritos, mientras conducía a toda velocidad una bicicleta. El hombre no lo podía creer; le parecía un sueño absurdo e irreal, pero a pesar de todo quiso bajarse del vehículo para comprobar si sus sentidos en verdad lo engañaban.
Al ver que su hijo lo reconocía, el padre detuvo su marcha y se quedó sentado en la bicicleta, en una esquina, esbozando lo que parecía ser una sonrisa de triunfo mientras el taxi se alejaba. Sandoval le gritó entonces al taxista casi en el oído que se detuviera, ya que por imposible que pareciera, su padre muerto lo estaba llamando. Y como vio que el chofer no reaccionaba, se animó a ponerle una de sus manos sobre el hombro, tratando de demostrar su urgencia. Al hacerlo, sintió algo frío, gélido. El conductor giró de golpe su cabeza, y pudo ver que en realidad el chofer de aquel vehículo era un cadáver, de aspecto fantasmagórico y con expresión atemorizante. Sandoval entró en pánico, y luego de abrir de apuro la puerta del taxi, se arrojó del auto en movimiento. El hombre se llevó un gran golpe por la caída, y aunque ya no volvió a ver otra vez al fantasma de su padre, todavía le agradece por haber regresado un instante desde el más allá para salvarlo del terrible taxista, que a pocos instantes estuvo de llevarse precipitadamente su alma al mundo de los muertos.
Sandoval –aseguran- falleció pocos años después de esta extraordinaria anécdota y sus restos descansan en el cementerio de la Chacarita. Pero hasta los últimos días de vida afirmaba conservar algunas cicatrices de la caída, y juraba que aquella noche el mismísimo espíritu de su padre le salvó la vida. Y también aseguraba haber visto en posteriores ocasiones a aquel taxi circulando por las calles de la Chacarita, como si lo estuviese persiguiendo.
Hoy en día, hay personas que cuando salen de allí y ven un taxi, se preguntan si no podrían ser protagonistas de esta historia, otros tratan de imaginarse cómo sería el recorrido del mismo, y otros, por las dudas, prefieren caminar. Mientras tanto, el taxi sigue estacionado por allí, esperando un nuevo pasajero al que le ha reservado un asiento de preferencia para un viaje junto a las voces anónimas.