Los mimos son artistas que mediante la mímica narran una historia sin la intervención de palabras. Se valen de movimientos, expresiones y gesticulaciones que le permiten al espectador comprender la narración. De esa forma, los mimos son capaces de robarle una sonrisa a la gente y deslumbrarla con su técnica basada en un complejo lenguaje de gestos. Sin embargo, estos artistas de caras pintadas son también protagonistas de algunas historias de terror. En Buenos Aires, Argentina, existe una leyenda urbana escalofriante. Cuentan que en el barrio de Almagro, específicamente en la esquina de Sarmiento y Salguero, aparece un mimo. Pero este no es un mimo cualquiera, pues dicen que los que se encontraron cara a cara con él, experimentaron el terror más puro.
Cierto día llegó a la plaza Almagro, ubicada en el corazón del barrio porteño que lleva ese mismo nombre, un joven mimo callejero, quien no tardó en ganarse la simpatía de la gente del lugar. Este artista adoptó como escenario el cruce de las calles Sarmiento y Salguero. El mimo esperaba a que el semáforo de esa esquina se pusiera en rojo, para poner sus pies sobre el asfalto y regalarles a los automovilistas una breve muestra de su arte. La rutina del joven culminaba segundos antes de que la luz virara al amarillo. El tiempo le daba para pasar con su mano extendida entre los conductores, buscando a los que quisieran premiar su actuación con una mínima suma de dinero.
Pero llegó la noche en la que, por más control que tuviera el mimo con respecto a los tiempos de su rutina y los cambios lumínicos del semáforo, algo salió mal. Muy mal. El joven se encontraba desarrollando su espectáculo frente a unos pocos vehículos detenidos, su último público de la jornada, cuando de pronto, apareció un auto a toda velocidad. El conductor, indiferente a la luz roja del semáforo, no frenó en ningún momento, cruzó Sarmiento y Salguero y atropelló al mimo a mitad de su acto. El terrible impacto hizo volar al desconcertado artista por los aires. Su cuerpo terminó tendido sobre el asfalto, destrozado. El cuadro era dantesco: miembros descoyuntados, fracturas expuestas y el rostro, aquel rostro tan cuidado del mimo, aún con restos de maquillaje, totalmente deshecho. La boca abierta antinaturalmente, con la quijada casi arrancada de cuajo, parecía haber sumido a esta joven víctima en un grito tan atroz y sangriento como eterno.
Ese fue el trágico final del mimo. Pero, a su vez, consistió en el nacimiento de su leyenda urbana. Y esto fue así porque muchas de las personas que, luego de la tragedia, se detenían con su auto ante el semáforo de aquella esquina, terminaban convirtiéndose, sin quererlo, en protagonistas de algunas experiencias aterradoras e inexplicables.
Dos de estas personas fueron Raúl y Alejandro. Cierta noche, estos dos amigos detuvieron su auto en la esquina de Sarmiento y Salguero, sin saber que allí presenciarían algo que los marcaría para siempre. Aquella era una noche fría y extraña, o al menos ese aspecto le brindaba el manto de neblina que cubría el suelo y que, un poco más difuso, flotaba en el aire. El auto, manejado por Alejandro, llegó por la calle Salguero hasta detenerse en el cruce con Sarmiento, justo frente al semáforo. Raúl y Alejandro, este último sin sacar las manos del volante, esperaron pacientemente a que la luz verde les diera paso. Estaban completamente solos. El suyo era el único vehículo en aquella esquina y en la calle; ni siquiera en la plaza que se adivinaba más allá, se veía un alma. La extrañeza de aquella noche fue exacerbada por el hecho de que la luz roja parecía permanecer más de lo debido. Y no era que no funcionara el semáforo, ellos lo habían visto pasar de amarillo a rojo cuando llegaban a la esquina. Era como si, por alguna razón desconocida, el tiempo se hubiera detenido. A Raúl, esto lo empezó a incomodar. Presentía que algo estaba por ocurrir, algo para lo que ni ellos, ni nadie, estaban preparados.
El semáforo seguía en rojo. Dentro del auto era todo silencio, los amigos no se animaban ni siquiera a hablar. El exterior parecía congelado, inmóvil, salvo por la neblina que divagaba lentamente. Raúl, ganado por los nervios, observó a Alejandro, como si en el semblante de su amigo encontrara una explicación; luego, miró por el parabrisas y, finalmente, dirigió su vista a través del vidrio cerrado de su ventanilla. Lo que Raúl contempló, de repente, ahí afuera, a centímetros de él, estuvo a punto de provocarle un colapso. Casi pegado al cristal, observándolo fijamente con una mirada que no era de este mundo, había un joven, o lo que había sido un joven, con el rostro totalmente destrozado. Y lo peor eran sus ojos. Esos dos globos oculares desteñidos, vidriosos, como los de un muerto que los estudiaba a ellos y al interior del auto, como buscando algo allí adentro.
Si bien ambos muchachos estaban paralizados por el terror, Alejandro consiguió, por un instante, apartar la mirada de aquella pesadilla, tomar la palanca de cambios, poner primera, y dejar aquella esquina a toda velocidad. Manejaron durante horas sin rumbo alguno, como buscando el camino que los devolviera a la cordura, a la normalidad, el camino que los ayudara a olvidar aquel horroroso rostro.
Ni siquiera el paso del tiempo hizo desaparecer del todo el espanto del alma de estos dos amigos. E, incluso, acrecentó la intriga que sentían. Ellos necesitaban una respuesta a la atroz experiencia que habían vivido, por lo que volvieron a Almagro para encontrarla. Una vez allí, los habitantes del barrio les contaron los orígenes de aquel nefasto personaje y su conocida leyenda urbana. Raúl y Alejandro ahora lo sabían. Ellos, como tantos otros, habían visto al espectro de aquel querido mimo, un espectro que se aparece por las noches, en la esquina que lo vio morir, y lo hace en el desastroso estado en el que lo dejó aquel impiadoso automovilista: fracturas expuestas, heridas sangrantes, miembros descoyuntados y cuyos ojos buscan, en el interior de cada auto que se detiene en Sarmiento y Salguero, a su asesino. El mimo, desde el más allá, anhela su venganza.
Raúl y Alejandro jamás volvieron a pasar durante la noche por la esquina de Sarmiento y Salguero. Si bien estos dos amigos saben que no es a ellos a quien busca el mimo, igualmente prefieren no encontrárselo. Mientras tanto, este funesto mimo sigue apareciendo cada noche en esa esquina de Buenos Aires, y no va a descansar hasta encontrar a aquel que lo asesinó. Tal vez, algún día de con él. Será entonces cuando, seguramente, lleve a cabo su acto de venganza, mientras, como silenciosos espectadores, lo observan todo las Voces Anónimas.
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